miércoles, 20 de octubre de 2010

Sobre el PowerPoint en clase

Mi costillo sabe que soy poco aficionada a leer el periódico y tiene el detalle de hacerme la selección de artículos que cree que me van a interesar. Una vez más, hoy da en el clavo al mandarme éste:

¿PowerPoint nos hace estúpidos?

Cuando hago una ponencia en un congreso, no tengo más remedio que condensar en 16 minutos el trabajo de meses o años. Dependiendo de cómo funcionan esos 16 minutos, puedo encontrarme con tres preguntas al terminar y un gurú del gremio interesadísimo en colaborar con nosotros y con mil sugerencias sobre nuestro trabajo, o por el contrario con un lánguido aplauso por parte de la escasa audiencia que aún sigue despierta en esa sala en penumbra y que levanta levemente la mirada de su propio portátil en el que revisaba su correo. Por eso dedico muchísimo tiempo a la preparación de las inevitables transparencias (lo que ahora todo el mundo llama "el pouerpoin") y al ensayo de mi charla. Por eso, aunque hace como 15 años que hice mi primera ponencia, me sigo poniendo nerviosa antes de empezar y siempre pienso que hay alguna transparencia que no termina de acompañar a mi discurso o que no enlacé bien con la siguiente o que sobraba un dibujo. Soy incapaz de hacer el cálculo de a cuántas ponencias y conferencias he asistido en mi vida. Digamos que del orden de los miles. De todas ellas cifro, a ojo de buen cubero, en un 5% las que no tenían erratas, dibujos y animaciones innecesarios, tipos de letra y colores absurdos, un fondo inadecuado, un tamaño ilegible para los gráficos, o una combinación de varios (o todos) los anteriores. (Incluyo muchas de las propias, por supuesto.)

Pero como digo que aquí hago reflexiones sobre la educación, voy a centrar el discurso en el uso de transparencias en el aula. He aquí un ejemplo de una lección magistral en una universidad en el año 2010:

Son las 12 de la mañana. Algunos de los alumnos llevan aquí desde las 8. Es la quinta hora de clase para ellos. Bajo las persianas para que se vea bien. Ellos tienen el PDF colgado en la página de la asignatura y muchos lo han impreso, así que tienen delante lo mismo que yo proyecto en el cañón. Otros, saben que el PDF existe pero no han llegado a imprimirlo. Confían en hacerlo poco antes del examen. Cada 20 ó 30 segundos, doy al enter para ir destapando contenidos. Cada 2 ó 3 minutos, cambia la transparencia y oigo a algunos pasar páginas en sus documentos impresos. Como sé que muchos lo usan como material de estudio (y yo me he preparado la clase regulín), hay párrafos enteros escritos en mis transparencias que yo leo en voz alta. Nadie toma notas, claro. La verdad de mi asignatura. Los contenidos que luego preguntaré en mi examen. Resumidos en unas 800 transparencias (con 2h/semana, 13 semanas, 2min/transparencia). Semana tras semana, día tras día, el número de asistentes disminuye. A pesar de que he metido el efecto de fundido entre transparencias, dos dibujos de un monigote pensando y párrafos en rojo o verde con animaciones de flechas y admiraciones que resaltan las partes importantes.

Y mientras eso sucede en algunas aulas, yo sigo abogando por la pizarra y la tiza y el borrador y el discurso y las interrupciones y mucha luz y siempre, siempre, un papel "de sucio" (para que podamos escribir tonterías). No creo que sea más trabajo para el profesor, puesto que preparar 800 transparencias debe llevar su tiempo. Lo que sí veo claro es que es más trabajo para el alumno: Con tanta luz es más difícil disimular que se está en Cuenca; sin un PDF precocinado, tendré que apuntarme cosas para luego recordarlas (o incluso mirarlo en un libro de la bibliografía recomendada!!!); si el profe escribe mentiras en la pizarra (que no suele hacerse en las transparencias), tendré que estar alerta para pillarlo y no copiarlas y tendré que estar entendiendo medianamente de qué va ésto. Y para eso, tendré en algún momento que interrumpir a preguntar (a él o a mi vecino); si el profe explica un concepto y da tres vueltas sobre la definición, cada vez usará palabras diferentes y lo enfocará de tres maneras para ver si alguna me hace el "click" y así lo entiendo. Tendré que elegir cuál va a mis apuntes... Todo esto es lo que entiendo que produce una clase con una pizarra tradicional.

Vaaale. Lo reconozco. No hace falta que me digáis que vaya dos extremos tan extremos y que ninguna de esas dos clases es real. Concedido. Digamos que buscamos usar ambos recursos: Pizarra y transparencia. Entonces abogaré por que la transparencia sea un apoyo al discurso en pizarra y no al revés. Porque no es sólo que el PowerPoint nos haga estúpidos, sino que suele hacernos tratar como estúpida a nuestra audiencia. Y eso sí que es imperdonable. ¿Acaso no es un universitario capaz de tomar nota de una definición cuando el profesor explica un concepto nuevo? ¿Acaso no es capaz de marcar él mismo las partes importantes o difíciles? ¿Y no son las dificultades diferentes para cada cuál? ¿Acaso necesita que destapemos las frases una por una para ser capaz de seguir nuestro ritmo tamboril? 

Una única vez (insisto, una), he estado en un curso de 6 horas de duración en el que sólo se usaron transparencias y en el que, sin ningún otro apoyo más que un gran discurso, se mantuvo el interés de la audiencia (unas 400 personas), que ni atendió el móvil, ni miró el correo, ni pestañeó durante las 6 horas. El artífice de este milagro era E. Tufte (mencionado en el artículo que enlazo arriba). El curso trataba justamente sobre cómo presentar datos e información. Y no he visto mejor ejemplo que el propio curso. Si digo que hubo 20 transparencias en esas 6 horas, igual digo muchas. Sin apuntes, sin pizarra, sin titubeos. Sin red.

Y para los que no somos magos de la palabra y necesitamos red, adoro aquellas aulas que ví en una visita al MIT con pizarras en tres paredes del aula (la otra tenía ventanas), donde la pared que estaba de frente a los alumnos tenía pizarras correderas. Un total de 9 pizarras. Y recuerdo nítidamente la clase que dió mi colega (uno de los matemáticos más destacados de la actualidad y el catedrático más joven de la historia del MIT). Una tras otra, las pizarras se iban llenando y moviendo arriba y abajo para acabar haciendo un mosaico en el que el enunciado quedaba arriba a la izquierda, algunos detalles menos importantes en la de la esquina derecha, el punto clave de la explicación bien centrado en otra pizarra, problemas abiertos y cuestiones propuestas en otra... Menuda clase. Así tenía, además de a todos los matriculados, unos cuantos oyentes externos. ¿Cuándo me van a caber 9 pizarras en una transparencia?

viernes, 15 de octubre de 2010

Buscando al listo de la clase (II)

En un comentario de la entrada anterior con este título, Celtíbero Mesetario me sugería que leyera unos capítulos del libro "Outliers", de Malcolm Gladwell (muy recomendable, por cierto). He hecho mis deberes y releído los capítulos "The Trouble with Geniuses".

Quizás sea mi visión sesgada del asunto la que va buscando que me den la razón cada vez que leo algo sobre superdotación,  pero sigo viendo el mismo mensaje: Si se orienta, si se trabaja, si se ayuda y, en definitiva, si se da al niño de altas capacidades la educación especial que necesita, las probabilidades de que se desarrolle en equilibrio con su potencial, son muchísimo más altas.

Cuidado que no estoy diciendo que el superdotado tenga que saber más, hacer más, ir a la mejor universidad, tener un mejor trabajo o ganar más que el que no lo es. Hablo de un "desarrollo en equilibrio con su potencial", hablo de no aburrirse en el colegio hasta el punto de fracasar en los estudios, hablo de no acallar su curiosidad porque sus constantes preguntas sean un estorbo, hablo de saber jugar en el patio y no sentirse excluído, hablo de llegar a ser un adulto que acepta su diferencia y la disfruta... Es algo así como el "gordito feliz": Hay gente que por constitución, costumbre, hambre o lo que sea, es algo más gordita que la media (haciendo una cuenta tonta, por definición, un 5% de la población está por encima del percentil 95% de peso). Ese niño puede vivir en constante lucha contra su gordura, que puede llevarle desde la anorexia, hasta un descuido total, o a una constante preocupación por su diferencia de peso con respecto a la media. Pero todos conocemos también gorditos felices, ¿verdad? Que aceptan su diferencia con naturalidad y mantienen eternamente un poquito de sobrepeso con una sonrisa. Uso este símil, porque todos vemos clarísimo que el profesor de educación física del gordito-feliz no ha hecho bromas sobre su culo gordo y que su familia no lo pone sistemáticamente a dieta. Y no se le han vendado los ojos ocultándole que está gordito porque, aunque se quisiera, el niño lo vería por sí mismo. Simplemente se le ha aceptado con su diferencia y él se ha aceptado diferente y no tiene por qué andar llorando por las esquinas con su problema/diferencia a cuestas. En el caso de la inteligencia, esta diferencia puede no ser detectada ni por el propio niño, que sólo sabe que es diferente de los niños de su clase, que tiene otros intereses, que espera constantemente a que el resto lo alcance pero sin éxito. Para aceptar esa diferencia y vivir sanamente con ella, lo primero es saber que está ahí. No vale taparle los ojos para que "no se lo crea" (igual que no podemos cegar al gordito); tendremos que darle las herramientas para gestionar esa diferencia y que la viva con naturalidad o, mejor aún, que la disfrute.

PD. Está en nuestra sociedad bastante aceptado que el niño que mejor juega al fútbol sea seleccionado en el equipo provincial o vaya a un centro de alto rendimiento. Me gusta poner el símil del gordito-feliz antes que el de el niño especialmente atlético (que vuelvo a tomar en el 5% superior) porque parece que tener altas capacidades se considera más un problema que una ventaja. Posiblemente, porque la no-aceptación de la diferencia sea el problema y todos los niños, todos sus padres y la sociedad en general están encantados de la diferencia cuando se trata de habilidades deportivas. ¿Por qué no podemos aceptar las diferencias intelectuales con igual naturalidad y ver qué es lo que necesitan estos niños?

martes, 12 de octubre de 2010

Pero qué tonto eres

Hace unos años en España era mucho más habitual oír a un padre decir a su hijo "pero qué tonto eres". Mi sensación es que la cosa se está suavizado y se tiende a usar etiquetas menos duras: pesado, cabezota, trasto, torpe... Algunas veces, se dicen charlando con otro adulto pero en presencia del niño que, al no ser ni sordo ni tonto, escucha y entiende perfectamente el sentido de lo que está oyendo en boca de su padre. De hecho, una de las preguntas que más me hacen desde que nació la bebota es "¿es buena?" y yo siempre dudo cómo etiquetar a mi niña. Después de probar varias respuestas que no me convencían, últimamente estoy añadiendo a mi mejor sonrisa un ambiguo "pues hace todo lo que un bebé de 2 meses tiene que hacer". No sé si es que se entiende implícitamente un "sí" o si es que me dejan por loca, pero parece ser suficiente para el preguntador.

En Estados Unidos, que están de vuelta en muchos de nuestros caminos de ida en estos temas, hace ya muchos años que los psicólogos y pedagogos avisaron del efecto de profecía que ejercía la etiquetación en los niños. Si continuamente decimos a un niño que es torpe, acabará pensando que tenemos razón y será aún más torpe. Si le decimos que es cabezota, acabará creyéndonos y actuando con más tozudez. Y así sucesivamente. Los psicólogos quedaron encantados con su descubrimiento y los padres americanos se dedicaron a alabar a sus hijos: Si le digo que es tonto y acaba actuando como un tonto, pues cuando le diga que es listo, actuará de manera inteligente. Y así con todo. Entonces, los niños americanos pasaron la infancia oyendo lo fantásticos y maravillosos que eran cada vez que conseguían algo. Curiosamente, el efecto de profecía no parecía cumplirse cuando las etiquetas eran positivas: Cuanto más oye un niño lo inteligente que es, menos capacidad tiene de enfrentarse a nuevos retos, menos persistencia tiene en las cosas que emprende, mayor es su miedo al fracaso y, como demuestran en estudios científicos, mayor es el fracaso. Ahí está el callejón sin salida porque entonces ¿qué hacer? Si le resalto lo negativo, lo acabará cumpliendo; pero si le alabo lo positivo, ¿entonces se cumple lo malo también? Una de las respuestas obvias es que es mejor callarse toda etiqueta tanto mala como buena.

Según algunos autores, parece que el problema está en el uso de las etiquetas sobre las que el niño poco puede hacer como su inteligencia o su paciencia. En primer lugar, tenemos que creer nosotros (y nuestros hijos) que la inteligencia, la paciencia o la torpeza son músculos que se entrenan. Tampoco creo que tengamos que caer en el sueño americano de "si quieres, puedes", porque no todos vamos a poder ir a las olimpiadas por mucho que entrenemos (o a conseguir un Nobel, o a ser el santo Job), pero todos sabemos que un ratito en el gimnasio nos deja algo más serranos. Pensemos ahora por un momento que no etiquetamos el resultado sino el proceso: En lugar de alabar su forma física, le animamos a apuntarse a un gimnasio (la inteligencia es plástica) y, de vez en cuando, le reconocemos el esfuerzo que hace cuando va (él puede hacer algo para cambiarla). A un niño que resuelve un problema *difícil* de mates, no le diríamos "qué listo eres", sino "te has esforzado" o "qué bien te has concentrado". Si esto se repite de vez en cuando, se le están enseñando dos cosas del tirón (1) qué estrategias poner en marcha para enfrentarse a un problema, y (2) que él es capaz de usarlas. Cuidado con el matiz que introduce la palabra *difícil* porque los niños nos pillan las mentiras rápidamente y si el problema era una tontería, y el niño lo sabe, y sabe que lo sabemos, nuestros elogios pueden dejar de valer un pimiento. Como dijo una sobrina mía cuando tenía unos 4 años: "Vosotros decís que soy guapa porque sois mi familia".

viernes, 8 de octubre de 2010

La motivación

Confieso públicamente que soy una consumidora compulsiva de libros y que hasta al hacer la compra en el súper, acabo picando. El otro día, junto con un paquete de pañales, me agencié "La educación del talento", de José Antonio Marina. Voy más o menos por la mitad y me están gustando muchas de las cosas que estoy leyendo. Entre otras, porque me hace pararme y pensar, es decir, que no es uno de esos libros "autoritarios" que dan las recetas listas para servir y que tan habituales son en los libros de docencia o paternidad.

Justo ahora andaba leyendo la parte en la que habla sobre la motivación y da una fórmula muy curiosa:

Fuerza del incentivo = Placer anticipado / Molestia necesaria para conseguirlo

Me ha hecho pensar en cómo he ido reformulando mis objetivos cada vez que empieza un nuevo curso en la Universidad. Al principio, sólo pensaba en cómo hacerles entender los contenidos. Con el tiempo, intenté contagiar mi interés por ellos para ver si esto les motivaba a entenderlos. Más adelante, sólo intentaba que quisieran aprender algo, a ver si eso les ayudaba a interesarse por los contenidos, con el objetivo de que los entendieran. Con el tiempo y la experiencia, llegué a comenzar cada cuatrimestre con una única meta: que al menos algunos de mis alumnos llegaran a experimentar el placer de aprender algo ligeramente complejo y que sintieran ese placer aún más intensamente que el placer de saberlo.

Al revisar la fórmula de J. A. Marina a la luz de esta experiencia, no me terminaba de cuadrar. Me ha costado un rato darme cuenta de que mi idea estaba cambiando el denominador por su inverso de la siguiente manera:

Fuerza del incentivo = Placer anticipado * Placer producido por el proceso

Ya sé que estoy diciendo una perogrullada y que multiplicar por el inverso mantiene la fórmula de Marina exactamente igual. Pero es que mi objetivo es en positivo y no en negativo: En lugar de querer disminuir la molestia de tener que aprender algo (la molestia de conseguirlo) para saberlo (el placer que se anticipa), lo que yo quiero es aumentar el placer del propio aprendizaje. Enfrentarse a algo difícil puede ser un gran placer. Se puede disfrutar con el reto. Se puede sentir la subida de adrenalina. Se puede notar cómo nuestro cerebro hace cosas que no sabíamos que hacía. Y nos puede enganchar. Si, además, resolvemos ese problema, o entendemos el concepto en cuestión, entonces viene el otro placer: el que habíamos anticipado. Pero una vez que hemos conocido el primero, como con tantos otros placeres, nuestro cuerpo querrá volver a experimentarlo.

De ahí, que me cuadre mucho más la fórmula con este ligero cambio. Porque mi objetivo no es que mis alumnos lleguen a la meta a pesar de las molestias necesarias, sino que encuentren el placer de andar el camino. Veo a mi hijo que está ahora intentando aprender a leer: descifrando palabras en el paquete de cereales, en una carta que llegó del banco, en un lateral de un camión, en una lata de Fanta... Y veo su satisfacción cuando consigue decir "¡LIMON, pone LIMON!", pero no se me escapa que le brillan los ojos también cuando titubea "L... I... M... O... N". Ojalá tuviera una receta para que los procesos de aprendizaje tuvieran mucho más de placer que de molestia... aunque ya sé que la fórmula queda igual :)

martes, 5 de octubre de 2010

La tele en el recreo (2a parte y... ¿última?)

Uno de mis primeros post trataba sobre cómo en el cole de mi hijo y, por lo que he ido sabiendo, en muchos otros, se les pone una peli (de Disney) a los niños cuando llueve durante el recreo. Hoy hemos tenido la reunión de principio de curso en la que se nos ha informado de que cuando llueva, los niños se quedarán en clase con su tutora jugando o viendo "un video relacionado con los contenidos educativos que se estén dando en ese momento". Quiero pensar que he aportado mi granito de arena al hablar con la profesora y con la dirección en su momento. Y que el siempre escaso presupuesto no llegará para poner proyectores en todas las aulas. Y que dejarán a los chiquillos jugar en paz. 

Durante todo este curso, los días de lluvia y justo a la hora del recreo pensaré en un montón de niños gritando, riendo y corriendo entre las mesas. Este invierno va a ser menos gris.

Buscando al listo de la clase

Todos recordamos quién era el listo de nuestra clase. O los listos. Podían ser académicamente los mejores o no, pero todos sabíamos reconocerlos. Últimamente, estoy llegando a la conclusión de que la habilidad para detectar la superdotación (o elija usted el término políticamente correcto de su agrado), se pierde con la edad y con la formación. Más aún, si la formación es la de profesor.

El Ministerio de Educación publicó en el año 2000 un monográfico sobre este tema (López Andrada, B.; Betrán Palacio, Mª T.; López Medina, B.; Chicharro Villalba, D.; CIDE: Alumnos precoces, superdotados y de altas capacidades. Madrid. 2000.), donde se expone que este colectivo tiene unas necesidades educativas especiales. Estuve ayer navegando por planes de estudios de los Maestros de Educación Especial buscando en cuáles, dónde y cómo se ocupaban de este tema. Tal y como me imaginaba, empezando por la descripción de la titulación, las necesidades educativas a las que se refieren son exclusivamente las minusvalías, discapacidades, deficiencias o llámelas usted como políticamente mejor le parezca. Seguro que hay excepciones porque sólo hice un sondeo, pero claramente no estamos pensando en estos niños cuando formamos a los maestros. En los planes de estudio de Magisterio se incluyen estrategias de atención a la diversidad, pero siempre la diversidad de "la cola": absentismo, trastornos de atención, dislexias, o mil otras. Cuando tratamos de ver "la otra cola", nos podemos encontrar con fracaso escolar, notas mediocres o una colección de sobresalientes; familias tradicionales, menos tradicionales o desestructuradas; con niños rebeldes en clase, o que pasan desapercibidos, o de actitud impecable. Si bien estoy totalmente de acuerdo en que es difícil en esas condiciones hacer la detección, ¿en los colegios no se sorprenden de la escasez de talentos que tienen?.

Ahora dejadme que juegue un poco con los números: El Ministerio de Educación cifra en casi 8 millones de alumnos los matriculados en todos los ciclos formativos (infantil, primaria, ESO, bachillerato y FP). Si consideramos superdotadas a aquellas personas que están en el 2-4% superior de la población, nos sale que tenemos matriculados entre 160.000 y 320.000 superdotados en España. Para hacer la cifra más tangible, en un colegio de infantil y primaria con dos líneas (unos 450 alumnos), podríamos encontrar de 9 a 18 alumnos superdotados. ¿De verdad cree el director que todos los que les correspondían estadísticamente han ido a parar a otro colegio? ¿y no se mosquean los consejeros/delegados/ministros de educación cuando coinciden todos los colegios en que tienen 20 niños con necesidades educativas especiales y que les faltan horas de logopeda, orientador y apoyo, pero ninguno de esos niños tiene necesidades educativas por superdotación?


Tomemos 50 definiciones diferentes de superdotación (seguro que las encontramos si buscamos bien). Tomemos los correspondientes tests, cuestionarios o similares con los que se mide el grado de superdotación adecuada a la definición propuesta por el autor. Estaría bien que existiera una medida contante y sonante de superdotación. Única y estándar. Aceptada por la comunidad y razonablemente barata de comprobar. De esa manera, sabríamos quiénes son esos sujetos que hemos perdido por el camino. Mientras tanto, sólo sabemos cuántos son: El 2-4% de la población. Y sabemos que muy pocos (algunos autores hablan de un 0.6%) tienen lo que el Ministerio establece que es suyo. Eso sí, que no se les ocurra quejarse a ellos o a sus padres, porque siempre se les puede decir "No te quejes, que tu problema es que el niño es listo. Ya me gustaría a mi...". Y ahí se quedan. Con sus normativas preparadas que, a veces no se aplican y, a veces, simplemente no se sabe a quién aplicarlas. Con su fracaso o su éxito académico. Sin su educación especial.


PD. Mando desde aquí mis sinceras disculpas a los (estadísticamente) entre 38 y 78 alumnos superdotados que han pasado por mis aulas sin que yo los viera. Un abrazo cordial a M. y J., los otros dos superdotados a los que tanto he disfrutado intentando enseñar... aunque no tanto como aprendiendo de su curiosidad implacable.

viernes, 1 de octubre de 2010

El logaritmo

El otro día vino mi vecino de 12 años a preguntarme una duda de los deberes de matemáticas. Habían dado la primera clase del tema de potencias y logaritmos. ¡Qué horror! ¡Logaritmos! Esa palabra es mágica para muchas personas que han sufrido con las matemáticas en su infancia. Para algunos, un logaritmo es lo último que recuerdan haber intentado aprender. El súmmum de la dificultad. Por supuesto, el ejercicio que traía consistía en rellenar una tabla con cifras variadas. Sin contenido alguno. Sin sentido. Sólo unos números donde unos eran potencias y otros bases y otros logaritmos y ¡es que no me sale! decía el pobre crío.

Y yo me preguntaba si tan difícil es hablar de un virus informático que cada día se contagia a un ordenador nuevo. Y en ese ordenador al que llega, se instala. Al día siguiente, se activan todos los virus y se contagia cada uno a otro ordenador sano. Y soñaba con que el profesor (P) hubiera tenido la siguiente conversación con sus alumnos (A):

P. Si se instala el virus en 2 ordenadores, ¿cuántos están contagiados al día siguiente?
A. 4.
P. ¿Y al otro? 4 (que tengo infectados) + 4 (que se contagian) = 8. ¿Y al tercer día?
A. Espera... que ya lo veo... 8 + 8 = 16.
P. ¡Qué curioso! ¡nos están saliendo las potencias de 2! Ha salido 2, 4, 8, 16 y el siguiente sería...
A. 32.
P. ¡Anda! Tenemos 2 elevado a 1, a 2, a 3, a 4, etc. Hmmm... ¿Hemos dicho a 3? 2 elevado a 3 son 8. ¿Cuántos días han pasado cuando tenemos 8 ordenadores contagiados? Vaya, 3 días. ¿Será casualidad? Veamos... ¿Cuántos días han pasado cuando 16 ordenadores se han contagiado?
A. 4 días.
P. Entonces la potencia a la que elevamos el 2 es el número de días que pasan...¿Y cuántos días creéis que pasarán hasta que se infecte, digamos, un millón de ordenadores? ¿una semana? ¿un mes? ¿un año? Calculadlo a ver...
A. (tras hacer unas cuantas multiplicaciones por dos) ¡Sólo 20 días!
P. Pues eso es el logaritmo.

Y con tres o cuatro de estas historias,  esos niños podrían llegar a casa y explicar a cualquiera qué es un logaritmo. Incluso al aterrorizado padre que se atascó con ellos. Y la tabla de números sin sentido, aún tendría menos sentido. Porque una vez claro el concepto y cómo llegar a él, se puede repetir tantas veces como sea necesario. Y si no está claro, tanto me da si saben o no rellenar una o cien tablas.

PD. Vaya este post dedicado a Pedro. A ver si se pica y me critica esta clase imaginaria de logaritmos ;)
o se anima y nos hace una entrada invitada un día.